mardi, février 13, 2007

La Oveja Negra - Monterrosso

La oveja negra
Augusto Monterroso

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.


Así, siguiendo con el genio de Monterrosso, transfigura una actitud tremendamente humana en una metáfora cargada de un sarcasmo ingenioso y refinado.

Nuevamente nos encontramos con este género llamado Microcuento, en donde en muy pocas líneas aparece una estructura narrativa sólida y completa, con todas sus partes bien desarrolladas a un nivel mínimo, en cantidad, jamás en calidad, pues Monterrosso no escatima en expresividad al narrar la historia de un pueblo entero, quizás, de la humanidad, llevando el climax de la narración a exactamente un paso antes del final, que lanza de una manera directa y sin rodeos, concluyendo lo único que podía concluirse de un fenómeno del que tantas esculturas tristemente nos recuerdan como cierto.

Nos interesaba mostrar este tipo de relatos, que por cierto continuaremos mostrando, por que es fundamental entender la diversidad de posibilidades que ofrecen las letras.

Acostumbramos, en los colegios, a ver los recursos más tradicionales de la escritura, cosa que no está mal, hay que de alguna forma sacarle partido al poco tiempo que ofrece el programa educacional, que por cierto, no es mucho. Y para quienes resulten interesados, los pocos que, o bien, hayan tenido la suerte de estudiar con un profesor capaz de mostrarle a los alumnos el por qué le encantan esos temas, y algo le haya quedado, o bien, aquellos que por motu propio han desarrollado un interés en las artes de las palabras, y quieren aprender más de las posibilidades que se ofrecen.

Pues aquí hay un ejemplo más de un buen uso de libertad creativa, en directa relación con extrema expresividad a la hora de proponer un modo de narrar.

Monterrosso es uno, por no decir él más grande de los expositores de este género y su trabajo ha inspirado a muchos, de una manera que consideramos excelente, por ejemplo, la gran cantidad de concursos juveniles de microrelato que han aparecido en los últimos cinco años dan muestra de un interés de los más jóvenes de, justamente, ir aprehendiendo nuevos modos de decir lo que tengan que decir.

Tanto se podría hablar de la técnica y la estructura de este relato, en términos linguisticos y literarios, pero lo dejaremos hasta aquí, esperando adentrarnos más en esas áreas en una próxima entrada.

samedi, février 03, 2007

El Dinosaurio


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterrosso


Siete palabras para todo un mundo narrativo, la complejidad del microcuento ha sido tremendamente criticado, que es una técnica narrativa demasiado intelectual, que no es fácil de entender para todos, que algunos microcuentos parecen adivinanzas, que sólo funcionan con elementos culturales comunes, lo que elimina el tener que narrar todo, por lo que cabe preguntarse si realmente será algo que podrá entenderse a futuro.

Como sea, este cuento en particular es una especie de hito dentro del estilo del microcuento, y Augusto Monterrosso es uno de los principales y más célebres exponentes, con una producción literaria soberbia.


Pero, ¿cuál es, en síntesis, la razón por la que este texto tiene tal persistencia en la memoria colectiva? Después de leer los trabajos dedicados a su estudio, podríamos señalar al menos diez elementos literarios:

1) la elección de un tiempo gramatical impecable (que crea una fuerte tensión narrativa) y la naturaleza temporal de casi todo el texto (cuatro de siete palabras),

2) una equilibrada estructura sintáctica (alternando tres adverbios y dos verbos),

3) el valor metafórico, subtextual, alegórico, de una especie real pero extinguida (los dinosaurios) y la fuerza evocativa del sueño (elidido),

4) la ambigüedad semántica (¿quién despertó? ¿dónde es allí?),

5) la pertenencia simultánea al género fantástico (uno de los más imaginativos), al género de terror (uno de los más ancestrales) y al género policiaco (a la manera de una adivinanza),

6) la posibilidad de partir de este minitexto para la elaboración de un cuento de extensión convencional (al inicio o al final),

7) la presencia de una cadencia casi poética (contiene un endecasílabo); una estructura gramatical maleable (ante cualquier aforismo),

8) la posibilidad de ser leído indistintamente como minicuento (convencional y cerrado) o como micro-relato (moderno o posmoderno, con más de una interpretación posible),

9) la condensación de varios elementos cinematográficos (elipsis, sueño, terror) y,

10) la riqueza de sus resonancias alegóricas (kafkianas, apocalípticas o políticas).


Imagen "Dinosaurio" por Monterrosso.

samedi, décembre 02, 2006

Viaje a la Semilla

Una de las obras mas exquisitas de Alejo Carpentier, en su serie La Guerra contra el Tiempo.

Una de las delicias de la literatura hispanoamericana, suficiente como para resucitar este blog dormido... Para que Taillesin vuelva a cantar una vez más!

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I

-¿Qué quieres, viejo?...

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.


II

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.

En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida


III

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.


IV

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.


V

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la MarquesaLa Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.


VI

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.

Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.

La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.


VII

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.


VIII

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.


IX

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.

Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.


X

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.


XI

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

-¡Guau, guau! -dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.

XII

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.

Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.


XIII

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

mercredi, avril 12, 2006

Muerte, Muerte Mía

Cuando al atardecer las flores se mustian y el ganado vuelve al establo te acercas astutamente a mí y me susurras palabras que no comprendo.

¿Confías de este modo cortejarme y conquistarme, adormecerme con el opio de tus fríos besos, Muerte, Muerte mía?

¿No será nuestra boda una suntuosa ceremonia? ¿No adornarás con una guirnalda de flores tus rojos rizos?

¿No hay nadie que te preceda enarbolando tu estandarte y tus rojas antorchas no inflamarán la noche, Muerte, Muerte mía?

Acércate tocando tus crótalos, en una noche sin sueño.

Revísteme con tu mano escarlata, estrecha mi mano y llévame contigo.

Que tu carroza está dispuesta ante mi puerta y que tus caballos relinchen de impaciencia.

Levanta el velo y, orgullosamente, mírame cara a cara, Muerte, Muerte mía.

Busqueda de dios

Una composición muy bonita de un par de líneas sobre el fiel que se acerca, o se cree acercar a Dios...


Un hombre quería hacerse asceta.

Era una hermosa noche y dijo:

‘Ha llegado el momento de que abandone mi casa y busque a Dios. ¿Quién me retuvo tanto tiempo con estas engañosas ilusiones?’

Dios murmuró: ‘Yo’. Pero el hombre no comprendió.

Dijo: ‘¿Dónde estás, Tú que tanto tiempo te escondiste de mí?’

A su lado, su mujer dormía dulcemente, con un niño entre los brazos.

La voz contestó: ‘Dios está aquí’.

Pero el hombre no comprendió.

El niño lloró en sueños y se estrechó contra su madre.

Dios ordenó: ‘Detente, insensato, no abandones tu casa’. Pero él no comprendió tampoco.

Dios suspiró y murmuró tristemente: ’¿Por qué mi siervo creerá que me busca cuando se aleja de mí?’

vendredi, mars 03, 2006

Mil novecientos noventa y circo...

Los payasos están destruyendo el circo.
Los elefantes han escapado a la India.
Los tigres venden en las aceras sus rayas y sus aros.
Bajo la cúpula que gotea está colgado el trapecio
Como en el guardarropas el flácido esmoquin de un mago desilusionado.
Y pequeños caballos arrojan sus mantas bordadas
y posan para un retrato del nuevo motor
En la pista, con serrín hasta las rodillas los payasos ,
esgrimiendo con furia grandes martillos destruyen el circo.
El público, o está ausente o no aplaude.
Sólo un caniche peludo en miniatura todavía gañe sin parar
porque siente que en cualquier momento
habrá llegado a mil novecientos noventa y circo.

lundi, février 27, 2006

El Testigo

Poema

Unicamente yo he escapado, solo para expresaros mi pensamiento
oscurecido como el agua por el viento.....
Siempre hay alguien para decírselo, no es cierto?
Alguien elegido por la oportunidad de verlo,
por la casualidad de la visión,
por la coincidencia del momento
desprevenido, inadvertido, desarmado,
sin pensar en nada... y sucede y lo ve
Atrapado en esa intricada red de haberlo presenciado, visto.....
Fui yo, yo solo, únicamente yo
el momento nos envolvió con su torcida sonrisa
de terrible incredulidad


Yo sólo.
Unicamente yo, para contaros
yo, que no he comprendido nada,
no me han respondido nada

lundi, février 06, 2006

Mujer Ángel I - Laura e Petrarca

In Vita Di Laura
Canzoniere - Petrarca
(Idioma Original; Italiano Clásico)


Erano i capei d'oro all'aura sparsi,
che in mille dolci nodi li avvolgea;
e il vago lume oltre misura ardea
di quei begli occhi, che or ne son sí scarsi.

E il viso di pietosi color farsi,
non so se vero o falso mi parea:
I' che l'esca amorosa al petto avea,
qual meraviglia se di subito arsi?

Non era l'andar suo cosa mortale,
ma d'angelica forma; e le parole
sonavan altro che pur voce umana.

Uno spirito celeste, un vivo sole
fu quel ch'io vidi, e se non fosse or tale
piaga per allentar d'arco non sana.

En Vida de Laura
Cancionero - Petrarca
(Traducción Libre; Bogus!)

Eran sus cabello de oro dispersos en la brisa,
que en mil dulces cintas la envolvían;
y una vaga luz sin medida ardía
desde aquellos bellos ojos, que ahora me son tan entrañables (lit. escasos).

Su rostro se volvia de color rosa,
no sé si de verdad o falsamente me parecía:
Yo que la chispa del amor en el pecho tenía,
cual maravilla de súbito ardió?

No era su caminar cosa mortal,
sino angelical; y sus palabras
sonavan distinto a voz humana.

Un espíritu celeste, un vivo sol
fue aquel que yo vi, y si no fuera así
herida por soltar latidos insanos.


No diré mucho acerca del poema, con la traudcción ahí es fácil entender las implicancias que esta doncella tenía en el alma de los hombres, y se reconocen claramente sus caracteristicas físicas.

La Mujer ángel es una de las Ideas* de belleza más importantes en la historia de arte, una de las más recurrentes y sólidas como ideales.
Veremos en una serie de cuatro poemas la imagen de la mujer ángel que está compuesta básicamente de la idea de virtud y perfección que se impone con el humanismo de Erasmo de Rotterdam en la época renascentista.
Son rescatadas en esta época muchas tradiciones e ideales clásicos, por lo que la apariencia física de esta mujer, visible en el poema, representa en realidad la idea de virtud que se tenía en esta época. La virtud máxima es Dios, según la filosofía clásica, reinterpretada por los Neo-Plantonistas, y el sacerdote Tomas de Aquino. Por lo tanto, la mujer debía ser una criatura perfecta con condiciones divinas en su humanidad.
No me quiero extender demasiado más allá de generalidades en la explicación de como esta mujer es un símbolo de belleza, si no más bien dar las generalidades teóricas que la sostienen como un símbolo que duró casi 500 años en forma recurrente y continuada en el arte occidental, ya tendré tiempo en las próximas tres entradas para explayarme más en los puntos fundamentales de esta imagen tan perfecta y potente de belleza, y como según mi opinión, fue luego refutada.

*Idea, según Erwin Panofsky "Idea"

lundi, janvier 23, 2006

The Doom of Odin

Doom of Odin
(Versión original; Inglés)


"I find no comfort in the shade
Under the branch of the Great Ash.
I remember the mist
of our ancient past.
As I speak to you in the present,
My ancient eyes
see the terrible future.

"Do you not see what I see?
Do you not hear
death approaching?

"The mournful cry of Giallr-horn
shall shatter the peace
And shake the foundation of heaven.

"Raise up your banner
And gather your noble company
from your great hall,
Father of the Slains.
For you shall go to your destiny.

"No knowledge can save you,
And no magic will save you.
For you will end up in Fenrir's belly,
While heaven and earth will burn
in Surt's unholy fire."



La Caída de Odin
(Traducción Libre; Morwen Eledhwen con aportes irrisorios de Bogus!)

"No encuentro alivio en la penumbra
bajo la rama del Gran Fresno.
Yo recuerdo la niebla
de nuestro antiguo pasado.
Mientras te hablo en el presente,
mi antiguo ojo
ve el terrible futuro.

"Es que acaso no ves lo que yo veo?
Es que acaso no escuchas
la muerte acercandose?

"El triste tañido del cuerno de Giallr
ha de romper la quietud
y sacudir los cimientos del cielo.

"Enarbola tu estandarte
y junta tu noble compañía
por los grandes salones,
Padre de los Slains,
porque has de encarar/enfrentar tu destino.

"No hay conocimientos que pueda salvarte,
ni magia que pueda salvarte.
Porque has de terminar en la barriga/estomago de Fenrir,
mientras el cielo y la tierra arderán
en las malditas llamas de Surt."



Del "Libro de los Héroes", también publicado entre los versos de "La Profecia de la Sibylla"

dimanche, janvier 22, 2006

La Muerta Enamorada

Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo.
Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!
La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua.
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de "mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta.
No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.
Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo entreveía el cielo.
Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo.
¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.
Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera mirando el sol.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni del otro.
A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije "sí". Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.
La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como expresando descontento por no haber sido escuchada.
Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla.
Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción.
Era como si me dijera:
"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él".
Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas traspasaran mi corazón.
Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.
Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro de la cúpula.
Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era ciertamente ella. "¡Desdichado! ¡Qué has hecho!", me susurró. Luego, desapareció entre el gentío.
Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con estas palabras: "Clarimonda, palacio Concini". Estaba tan poco informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.
Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!
¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin dinero y sin ropas.
¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán. En cambio, una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días.
No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos.
"Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal", me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio. "Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita, ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada".
El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma.
"Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana."
Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo.
Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo.
¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible. Me volvió a la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar.
Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano, y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las cosas.
Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir todos sus detalles.
"¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?", pregunté a Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: "Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas".
Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda ! ¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana.
La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver.
Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero.
Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para dejarnos pasar.
Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable satisfacción.
Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla.
Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el precio que ella pidió.
Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré.
Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me debían ocurrir.
Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades fundamentales.
Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, medita bien en esto!. Por haber levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada para siempre.
No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva. Una noche, tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un íncubo.
La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones digno de un palacio real.
Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí. apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca. "¡Demasiado tarde!" , dijo, meneando la cabeza. "Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo."
Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada.
Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadaverino que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.
Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar.
Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una joven durmiente sobre quien hubiera caído la nieve.
No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de su amor.
Y luego me dije: "¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de amo. Soy un loco en desesperarme así". Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse.
Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y entanto más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente abandonar ese cuerpo estupendo. Le toqué ligeramente el brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis.
"Romualdo", me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones últimas de un arpa. "¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un beso. Hasta pronto."
Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la hermosa difunta.
Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonda.
Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del alma. Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género. La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final:
"La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona".
Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre ti, Romualdo".
Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud.
Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.
Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie:
"Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto."
Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable complacencia.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos del abad Serapion, y mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.
"Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: Qes élf. Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz."
Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron.
"Es verdad. Me amas tanto como a Dios", exclamó abrazándome. "Desde el momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?"
"¡Mañana! ¡Mañana!", grité en mi delirio.
"Esta bien, mañana", prosiguió Clarimonda. "Tendré así tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora."
Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó suavemente y me dijo: "¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos."
Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego un espejo. "¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu camarera personal?"
No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel. Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha de su obra: "Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos llegar". Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.
En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor Romualdo, amante reconocido de Clarimonda.
Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, a pesar de las costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud.
Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que pronto deben morir.
Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano, luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida, para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado de salud.
"No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de mi cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida."
Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: "No contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo. Joven infeliz, has caído en una trampa". El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:
"¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tu me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío." Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.
Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: "Bebe, y que mi amor se inflitre en tu cuerpo con mi sangre". Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: "Para librarte de esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro en ti, después de esta experiencia". Estaba tan enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar.
El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:
Aquí yace Clarimonda
que fue, mientras vivió,
la más bella del mundo...

"Es justamente aquí", dijo Serapion, y posando en tierra la linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio. Finalmente, la azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla, se enfureció: "Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada, bebedora de sangre y de oro". Asperjó con agua bendita el cuerpo y el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. "He aquí tu amante, señor Romualdo", dijo el inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, "¿aún te aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con vuestra belleza?" Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi interior. Volví a mi presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me extrañarás".
Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. "Ésta es, hermano, la historia de mi juventud. No mire jamás a una mujer, y camine con los ojos bajos, porque, por casto y tranquilo que usted sea, basta un minuto para perder la eternidad."